La reja que separa el gran coro
de las monjas de la Nave central en la Iglesia del Monasterio de las Huelgas,
de la Capilla de San Juan Bautista, es pieza única, de pretensión artística
impresionante, dorada y testimonial, pero reja al fin.
Reja entre el Coro y Capilla de San Juan Bautista . Las Huelgas
Realizada en madera policromada,
en ella miran hacia la cabecera del templo las efigies del fundador Alfonso VIII,
su esposa Leonor de Inglaterrra y la hija de ambos Berenguela de Castilla,
columna vertebral, eje y clave de la unidad del Reino después.
En la parte de poniente de la obra, la cliente de este elemento singular , ordenó los retratos- estos ya más
parecidos a los retratados- de sus egregios familiares de la casa de Austria, su
abuelo Carlos I de España, su tío Felipe II y su propio padre, hijo natural del
primero y por lo tanto hermanastro del segundo, Juan de Austria, héroe de
Lepanto. Todos ellos mirando de frente a su propio sepulcro situado en el
centro de la capilla.
Con tal grupo humano, la reja integra
el lustre máximo de Reyes y Emperadores del Imperio en el que, por vez primera
en la historia conocida, no se ponía el sol y expresa el subconsciente- o no- mensaje de la abadesa que encargó, diseñó y
sufragó tal obra de relación a perpetuidad de una dinastía con un instrumento
de encierro: una reja magnífica.
Porque lo cierto es que Doña Ana,
con esta obra, unía para siempre, en imagen, la de su tío Felipe II a un elemento arquitectónico que simboliza entre otras cosas, la limitación de la libertad. También la de su propio padre y la
de los ancestros próximos y remotos de la familia real a la que ella no había
elegido pertenecer y mucho menos en calidad de hija bastarda de un hijo
bastardo.
María Ana había nacido en el
Palacio de Pastrana, fruto de la relación entre Juan de Austria y María de
Mendoza, dama de compañía de su hermana Juana de Austria. Por ello su
nacimiento se mantuvo en secreto y, para que también su propia existencia lo
fuera, fue ingresada en el Convento de Agustinas de Madrigal de las Altas
Torres, a la temprana edad de seis años, para ser educada y recluida como
religiosa, sin constancia previa de su vocación.
Los avatares del destino hicieron
que en la misma localidad de Madrigal coincidieran por aquellas fechas de 1594,
en las que Ana ya había cumplido profesión y votos, dos personajes relacionados
entre si que la involucraron en un proceso que a punto estuvo de acabar con sus
días.
En este año era Vicario del
Convento de Nuestra Señora de Gracia de Madrigal, Fray Miguel de los Santos,
agustino portugués que había sido confesor del Rey Don Sebastián de Portugal,
fallecido supuestamente en Marruecos, en 1578 durante la batalla de Alcazarquivir.
Don Sebastian I de Portugal
Al fallecimiento de este monarca fue
proclamado sucesor su tío Enrique quien, para posibilitar la continuidad
dinástica había pedido al Papa ser liberado de sus votos eclesiásticos, dada su
condición de Cardenal, pretensión que no le fue concedida.
Se abrió con ello, a su
fallecimiento, una lucha dinástica entre su sobrino Antonio y Felipe II, este
como legítimo heredero de la secular política matrimonial mantenida desde los
Reyes Católicos con la corona portuguesa.
Antonio fue derrotado en la
batalla de Alcántara en agosto de 1580 por el Duque de Alba, quedando con ello
Felipe II como único titular legítimo del reino.
Entre los partidarios del
derrotado Don Antonio se encontraba Fray Miguel de los Santos, por lo que tras
el confinamiento de aquel en Crato, el fraile fue exiliado a Madrigal como
Vicario del Convento en el que había prometido sus votos Doña María Ana.
Lo que sucedió puede hoy parecer
producto de una ficción literaria, pero en aquellos días ocurrió realmente y ha
quedado de todo ello una abundante prueba documental: este religioso
creyó ver una oportunidad de recuperar la corona portuguesa para un monarca portugués
en la persona de Gabriel de Espinosa, cuya identidad real continúa, incluso hoy
día, poco clara.
Mientras algunos le consideran
natural de Madrigal, parece ser Toledo el lugar más probable de su nacimiento
por el documento más antiguo que se conserva sobre su persona, que refiere un título
de pastelero expedido en dicha ciudad.
A este pastelero – en el sentido
del término en aquella época como cocinero especializado en la elaboración de
pasteles de carne- Fray Miguel lo tenía por el mismísimo Rey Don Sebastián de
Portugal que, en realidad – en su suposición- no había fallecido en la nefasta
batalla africana, sino que continuaba viviendo de incógnito, por distintas
causas y maniobraba para volver y ser aclamado por el pueblo que tanto le
añoraba.
Es lo más probable que Espinosa
fuera huérfano o, en otra hipótesis, hijo bastardo de Don Juan Manuel de
Portugal, padre del Rey Don Sebastián, y una madrigaleña llamada María Pérez o
María Espinosa, doncella de los marqueses de Castañeda o de la Infanta Juana,
esposa del Príncipe Juan, resultando por ello ser hermanastro del Rey Sebastián.
En 1594 había llegado Gabriel a
Madrigal tras un largo periplo ejerciendo su oficio de pastelero, acompañado de
una mujer, Isabel Cid y de una hija de dos años. En su entorno resultaba
extraño que un simple artesano dominara varios idiomas como el francés o el
alemán, como era el caso, así como que tuviese destreza en artes de equitación y
muy buenas formas sociales. La explicación de estas habilidades pudiera deberse
a haber ejercido en la milicia del capitán Pedro Bermúdez a la que siguió en
campaña ejerciendo su oficio.
Estancia del Convento de Religiosas Agustinas de Madrigal de las Altas Torres (Avila)
Estas destrezas personales, el
hecho de ser pelirrojo y su gran parecido físico con el rey Don Sebastián,
pudieron contribuir a dar consistencia al plan de hacerse pasar por aquel
monarca que reaparecía e iniciar una alambicada trama entre el fraile y el
pastelero que implicó a la aristocrática religiosa en su ingenuidad y
ansiedad de liberación del claustro.
Fray Miguel se las ingenió para
poner en contacto a Gabriel con Doña María Ana, quien acepto participar
plenamente, bien creyendo realmente en la reaparición de su primo Sebastián o únicamente
viendo en ello una oportunidad de evitar el Convento. Poco después ambos se
prometían en matrimonio, condicionado por parte de ella a conseguir la dispensa
de su voto por el Papa, merced que esperaría obtener ante el hecho de ser su
futuro marido rey de Portugal.
En la trama comenzaron también a
participar secretamente nobles portugueses que visitaban discretamente el
convento preparando el camino.
Gabriel procedió con bastante
falta de prudencia en las gestiones para conseguir fondos con los que financiar
la conspiración y fue detenido en Valladolid donde le requisaron joyas y cartas
que resultaron ser de Doña María Ana y de Fray Miguel, cartas cuyo contenido
evidenciaba la trama y de las que no pudo dar explicación satisfactoria con el
resultado de que todo ello fue considerado motivo suficiente para instruir un
juicio por alta traición contra los implicados.
Fueron Gabriel y Fray Miguel
reiteradamente interrogados, incluso bajo tormento, y finalmente acusados de
crimen de lesa majestad. Todo el proceso fue tutelado personalmente por el
propio Felipe II y a lo largo del mismo no se logró una confesión clara del
principal acusado, quien poco dijo de su vida y andanzas, revelando únicamente
que su verdadero nombre no era por el que se le conocía, sino que lo usaba por
ser el que aparecía en su título de pastelero. Su ambiguo comportamiento fue
desde una pronta confesión de suplantación hasta la negación de la misma.
Finalmente, el uno de agosto de
1595, se sentenció la culpabilidad de Gabriel Espinosa condenándole a morir en
la horca. Las crónicas de la ejecución contribuyen a perpetuar las incógnitas:
el orgullo de su mirada, la tranquilidad ajustándose la soga al cuello y la
cólera con la que citó a D. Rodrigo, la autoridad que lo detuvo, ante el
Tribunal de Dios.
Con los rigores propios de los ajusticiamientos ejemplares
previstos para los máximos crímenes de la época, tras el ahorcamiento, el cadáver
fue decapitado y descuartizado exponiéndose sus despojos al pueblo en cada una
de las cuatro puertas de la muralla, y la cabeza en la fachada del Ayuntamiento
de la Villa de Madrigal.
Fray Miguel de los Santos también
fue condenado a la máxima pena, despojado de sus atributos eclesiásticos, fue paseado
en un asno en la forma degradante de los autos de fe por la hoy conocida aún
como Calle del Sombrerete, en alusión a este aditamento que se imponía al reo
siendo finalmente ahorcado en la Plaza Mayor de Madrid.
Tampoco el agustino dejo de
contribuir a la continuidad del misterio, afirmando al pie de la horca que
había creído firmemente que el pastelero era el rey ya que él había conocido
personalmente a Don Sebastián. Una vez ahorcado su cadáver también fue decapitado
y su cabeza enviada a Madrigal.
Tampoco tvo piedad Felipe II con
su sobrina. A pesar de ser más víctima de la trama, que culpable de ella, fue encerrada
en estricta clausura en el Convento de Nuestra Señora de Gracia de Ávila, donde
permaneció más de cuatro años privada de todos sus privilegios. Una vez que en
1598 falleció el rey Felipe, su sucesor y por lo tanto primo de ella, Felipe
III, la perdonó, retornando al Convento de Madrigal donde terminó siendo
Priora.
En el Archivo Nacional de
Simancas se conserva el expediente del proceso del “Pastelero de Madrigal”, que
fue declarado materia reservada y Secreto de Estado por el Duque de Lerma el 23
de septiembre de 1615, con lo que no pudo ser investigado hasta que, a mediados
del siglo XIX, se levantó el secreto procesal.
Finalmente, en 1611 Doña Ana de
Austria en una oportuna ocasión de conflictividad en la regencia del Monasterio
de las Huelgas, fue elegida Abadesa perpetua como figura digna de solución del
conflicto y ejerció dicho cargo, con un reconocido acierto hasta 1629.
Doña Maria Ana de Austria con Hábito y Báculo de Abadesa de Las Huelgas
Su llegada resulto beneficiosa
para la buena administración del monasterio y su figura fue respetada y querida
por sus súbditos, dejando numerosos vestigios de su mandato.
Entre ellos todo los elementos y retablo
de la Capilla de San Juan Bautista al fondo de la nave central de la Iglesia
del Monasterio, bajo las armas de la Casa de Austria, un conjunto de pinturas y
elaboradas tallas de la Inmaculada y de los Santos Benito y Bernardo y los
coros de madera lisa destinados a las Hermanas Conversas.
Y frente a la espléndida reja con
las figuras de sus ancestros, en el centro del espacio, la losa sepulcral de la
abadesa Ana de Austria bajo la cual no se encuentran sus restos.
Sepultura de Doña Maria Ana de Austria. Las Huelgas.
Por nobles motivos arqueológicos cuyos
resultados pueden contemplarse en el
Museo del Convento, las sepulturas de todo el lugar han sido removidas y
estudiadas. Sin embargo, cuando se abrió el ataúd con la inscripción de su
identidad y la fecha de su fallecimiento (¿1640?) escrita en extraña grafía,”
Falleció el 28 de noviembre de MDC XXLX”, este se encontraba vacío, ignorándose
hasta hoy donde pueda encontrarse su contenido, si es que alguna vez lo tuvo.
Parece como si la reclusión que practicó en vida y que la reja simboliza,
hubiera dejado de ser efectiva en un momento determinado, no por el fin de sus
días, sino por su sola voluntad.
Coro de las Monjas en la Nave Central y la reja de Doña Maria Ana de Austria al fondo.